La Maga era gris como las nubes del otoño. Había llegado a mí un día del frío invierno del `93, en que
fuí tras las primeras noticias de hostigamiento hacía los mapuches. Un tal Van Dick mandaba sus
matones para sacar de sus tierras a los pueblos originarios y a los campesinos criollos, descendientes de
los primeros gauchos que llegaban huyendo de la leva buscando refugio en las tolderías de Nafuncura.
El descendiente de los galeses y mercenarios ingleses, los que cortaban las orejas de los onas para
cobrar al patrón por oreja, seguía con la tradición de sus ancestros de cobrarle a su patrón por indio o
gaucho muerto.
Allí en esas tierras yermas, un hombre grande que parecía el yeti de las leyendas; me invita a su casa.
Una cabaña de tablas forrada con nailón grueso en cuyo centro ardía una fogata de troncos en un pozo
de paredes de piedra. Como dije era un hombre grande, corpulento; era alto como una puerta y sus
brazos deberían de tener unas siete pulgadas de grosor, su pelo largo hasta su espalda, se confundía con
su barba tan larga que cubría su pecho. Parecía como si nunca hubiese pisado una peluquería. Apenas lo
conocía y cuando llegué a su casa, ya me preguntaba que hacía yo allí, con ese desconocido. Pero fue él
quién me llevó más allá de Esquel y desde los montes nevados, me enseño como se hacían allí las
cosas.
Un día; me lleva por el río y vemos a tres gendarmes que están matando unos perros y los arrojan a un
pozo. Nos acercamos y él habla con ellos, entonces nos enteramos que los mataban porque tenían
problemas en ese momento quedaban solo dos cachorros de siberiano vivos. Un cachorro negro con los
ojos blancos como hielo y una hembra gris con un ojo manchado; me dice si tenía algo de dinero un
cien, le digo que sí y se lo doy. Vuelve a hablar con los gendarmes y tras una breve discusión se trae a
los dos cachorros. En el camino me ofrece quedarme con la gris y es así que aquella perra salvada de la
muerte aquel día por un hombre que me ofreció su casa, su amistad y esa perra; del que no tuve más
noticias cuando volví al río marrón y a las calles de mi ciudad, vivío conmigo durante los próximos
años.
En esos años me casé y nació mi hijo, la Maga- la bauticé así por su mirada que me hacía recordar al
personaje de Córtazar- empezó a comportarse de forma extraña, seguía a mi compañera a todos lados.
Incluso una vez está bajaba por la escalera de hierro con la ropa seca y trastabillo, la Maga la estaba
mirando desde la orilla de la terraza, salto delante de ella y atravesandose en los barrotes la contuvo.
Cuando volví a casa ella estaba llorando desesperada y La Maga en el suelo disparaba un soplido ronco
por entre medio de sus fauces. La llevé al veterinario y eran dos costillas que se había quebrado, la
vendó y pasó la siguiente semana apenas moviendo su cabeza para comer y beber, bajé la soga al patio
y le pedí a una amiga ayuda.
Pero fue David, ese niño juguetón que hoy veo hecho un hombre y me cuesta creerlo; el mimado de la
Maga. Desde que el niño se levantaba hasta que iba a dormirse la perra estaba allí a su lado, si alguien
extraño se acercaba al niño la perra gruñia mostrando sus dientes de lobo y erizaba los pelos lacios de
su lomo. Cuando empezó a ir al jardín ella lo esperaba salir, lo acompañaba hasta la puerta de chapa de
nuestra casa y se acostaba debajo del quinotero hasta que regresaba. Así fue cada mañana durante los
dos años siguientes hasta la primavera.Junto con las primeras flores del quinotero, empezó una epidemia de hepatitis que en el barrio causo
estragos entre los perros. Anselmo Gurietti a la sazón mi primo, nos había advertido a todos apenas
comenzó.
-Che; cuiden a los perros, porque su hepatitis a nosotros no nos contagia, pero la nuestra si a ellos…
“Sí a ellos...”. No sé donde se contagió la Maga, pero sus ojos amarillos y su desgano fueron el anuncio
de la peor noticia. Anselmo me dijo poniendo su mano en mi hombro
-Primazo si pasa la noche tal vez se salve, dale mucha agua.
Esa noche después de que David se duerma, me recoste junto a ella y empecé a darle agua con una
jeringa. Se revolvía como si le doliera todo e intentaba levantarse, para caer nuevamente en la misma
posición. La ayudaba a incorporarse y se acostaba un paso o dos más allá; volvía a darle agua a mojarle
el pelo y volvía a acomodarse.
Así estuvimos ella y yo durante toda la noche, hasta la mañana, pero no mejoraba. Me hice unos mates
y el desayuno de David para llevarlo a la escuela. Por lo menos ella aún seguía viva.
Cuando salimos para la escuela, ella estaba allí de pie como siempre, paso su cabeza por las manos del
niño, que la agarro de su largo pelo gris y le dijo palabras dulces. Lo acompaño hasta la puerta de chapa
y allí se quedó a esperarlo, tirandose bajo el quinotero.
Fui a llevar al niño a la escuela y estaba yendo a mi trabajo, cuando sono mi celular, era mi mujer con
la voz quebrada que me contaba.
-Cuando cerraste la puerta ella los vió asomarse y se fue hasta el quinotero, para verlos desde allí.
Esperó un rato mirando la reja del tapial, hasta que la voz de David dejó de escucharse y la ví caer
sobre la tierra. Fuí a verla, le llevaba el agua pero está muerta…
Colgué y me volví a casa. La enterré bajó el mismo quinotero donde esperaba a David y que tanto le
gustaban a ambos.
Cuando traje a David del Jardín me senté junto a él bajo aquel árbol y le conté una historia de como la
Maga había vuelto a sus bosques nevados.
David llenó su pieza con todas las fotos que encontró de él y la perra, incluso algunas solo de la perra;
y durante varios años al llegar la primavera iba a sentarse al tronco debajo del árbol y cuando alguién le
preguntaba que hacia, él contestaba “Espero a La Maga”.
Una noche le conté la verdad y él por fín lloró; me arrepentí no haberlo hecho esa misma mañana,
como de esas cosas que nos arrepentimos no haber hecho y cargamos a una mochila infinita.
Hoy; cuando lo veo dormir abrazado a su novia, escucho los susurros de ella preguntandole quién es la
perra de las fotos y el decir;
-Mi perra; La Maga.
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