La estación de trenes de Ballena Muerta estaba a unos quinientos metros de la ruta comunal que
traía a los turistas que huían de los paisajes prefabricados de Ushuaia y del indigenismo hippie de
Tholuin.
Al contrario, que las otras ciudades del Archipielago de Tierra del Fuego, que fueron creadas por la
iniciativa del gobierno en una carrera territorial con el gobierno vecino; Ballena Muerta se creo a
partir de una estancia en Bahía Mitre, un empresario alemán amigo de un general que fue presidente
del país compró la concesión de la lobería, el aserradero y la peletería, después se instalo allí con
una docena de alemanes y croatas, trajo a un arquitecto urbanista francés que había sido compañero
de un tal Le Corbusier, que era muy famoso pero no podía venir a cumplir el sueño de una ciudad
europea en aquellos parajes que albergara en principio a quinientas familias y a unas decenas de
empleados administrativos y policías que de haberse hecho realidad, hoy sería recordada como la
primer ciudad de La Isla Grande, porque en aquel momento ni de un lado, ni del otro habían
instalado más que algún destacamento, mientras los estancieros españoles, croatas, servios, galeses,
boers avanzaban sobre la tierra, violaban a las jóvenes selk’nan, yamanas, haus y luego mientras
aún se sentían sucias, las degollaban y cortaban sus tetas y orejas, a los hombres en cambio cortaban
sus bolas y miembros, aparte de sus orejas. Los alemanes llegaron y montaron algunos galpones,
manufacturas para trabajar las pieles de los lobos de mar, del que también extraían la grasa y
construyeron un criadero de zorros rojos, también trajeron unos hombres que vistieron el uniforme
de policía y empezaron a desarrollar el pueblo, más tarde el arquitecto desapareció con una
originaria que habían tomado como servidumbre y una enfermedad extraña barrio a los zorros, así
solo unos años después quedaban solo los galpones y las fabricas abandonadas, la mayoría de los
croatas se empleo en las estancias de los Menendez y los alemanes se volvieron a su patria, algunos
dicen que murieron en la guerra. Después unos aventureros de Ushuaia trajeron las vías y los
turistas vienen a ver como se trabajan las pieles de lobos marinos y ballenas, y se frisa su carne para
llevarla luego a Europa.
Llegué a este lugar allá por el año ochenta y cuatro, enviado por la marina al destacamento que
vigila la bahía y cuando terminé mi servicio militar, me quedé. Primero sin saber nada más que me
quería afincar en estas tierras, que alejarme de ese amanecer que incendiaba los hielos era como
decapitarme, como cercenar mi alma y dejar a mi cuerpo huérfano. Me quedé caprichosamente, con
esa necedad de los que saben que cualquier otra alternativa, es simplemente morirse.
Un tiempo después empecé a trabajar en la estación del ferrocarril, como boletero, que es la excusa
para emplear a alguién que esté siempre aquí, trabajo dos horas por la noche, cuatro a la mañana y
dos a la tarde. En cualquier otro lugar, sería agotador; me cansaría el ir y volver, cortar las charlas
con amigos y amores por mis horarios, pero aquí mi casa está a una puerta, mis amigos cuando me
visitan, me seban mate por la ventanilla, mientras charlamos e incluso algún pasajero se une a la
charla.
Fue en esa vida en la que me acostumbre a replicar cada día, de la misma manera que ayer. Donde
cada detalle se transforma en una marca indisoluble, en que conocí a Ramón Osteaga. Él era un
hombre grande, de hombros inmensos, cuello de toro que terminaba en una cabeza cuadrada de
rasgos simples que él siempre coronaba con una boina, venía y se sentaba en el primer banco del
terraplen, allí se quedaba viendo las vías, cuando se escuchaban los primeros pitidos del tren que
llegaba a las diez y seis, se frotaba las manos nerviosos hasta que el tren se detenía y descendían los
turistas de las excursiones y algún turista que llegaba por libre, sin saber que encontrar. Podía verlo
con sus ojos vivaces, hurgando los rostros recién llegados, mirando los vagones desiertos y después
apagarse, mirar las vías perderse en el horizonte quebrado de cerros y se hiba.
Una vez lo salude.
Otra quise hablarlo, pero un amigo me detuvo.
Un día me quedé barriendo el terraplén esperando su llegada y cuando lo ví, le dije; Buenos días, y
él me lo devolvió con la mirada clavada al frente, dura como témpanosOtro día me anime a más y le pregunte:¿A quién espera Don Osteaga?, y él me respondio sin mirar
“A usted que le importa”.
Desde ese día me quedé viéndolo llegar, sentarse allí, e irse cada día, más allá de que arrecie el
invierno. Yo me enamoré de María Rosa, que traía la correspondencia cada primer viernes de cada
quincena; logré que ella vaya trayendo la correspondencia más seguido y finalmente se quedara. El
amor se transformo en costumbre y las risas en silencio, pero Don Osteaga seguia viniendo, ya era
un hombre viejo que se ayudaba con un bastón.
Un día como de costumbre se detuvo el tren, Don Osteaga escudriño a los turistas que descendían y
a una jovencita que parecia perdida, miró el interior de los vagones y empezó a marcharse. La
jovencita se acercó y le preguntó:
_ Disculpe señor. ¿Usted es Don Osteaga?. _ el anciano se detuvo y estudió a la jovencita con
curiosidad.
_ Y usted que viene a preguntar acá._ le dijo con su ceño muy arrugado, los ojos serios. La
jovencita sonrió y le alcanzó un sobre, a la vez que le decía
_ Mi abuela me advirtió de que era refunfuñon.
El viejo Osteaga la miró con curiosidad a la vez que tomaba la carta. Se sentó, abrió el sobre, sacó
una carta manuscrita, una foto vieja de polaroid, miró la foto con detenimiento como si necesitara
confirmar cada detalle y abrió la carta:
Rosario;23 de noviembre de 2022.
Querido Oso:
Mi amado, mi amadísimo. Ante todo te pido perdón por no volver, pero una cosa llevó
a la otra y el tiempo paso sin casi darme cuenta. Volví a enamorarme, tuve hijos y posteriormente
llegaron los nietos.
Viaje y conocí el mundo que nunca hubiera soñado allí en nuestro peñon helado. ¿Me imaginas
corriendo por Montperlier o Milán?. No, seguramente no te lo imaginas.
Yo sin embargo te imagino, sentado allí mirando las vías hasta ese horizonte falso que dibujan el
recodo, las vías y los cerros.
Seguramente cumpliste tu palabra de esperarme sentado en el banco de la estación, pero ya han
pasado cuarenta y cuatro años, cuando huí de aquel lugar al que llamabamos hogar, nuestros amigos
también se iban, o simplemente dejabamos de verlos. Pero vos seguías allí con tus guanacos y tus
coníferas, como si nada cambiara.
¿Que hiciste cuando me fuí?. ¿Te enamoraste?. ¿Te casaste?. ¿Tenés hijos o nietos?. ¿Solamente
me esperaste?
Tan necio podés ser mi amor, de no darte cuenta que ese tren ya partio.
La jovencita que te lleva esta carta es mi nieta Ornella, es la hija de mi primogenito. Ella quiso que
te escribiera a esta altura creo que deberias haber adivinado que su padre es nuestro hijo, él murio
hace dos semanas y ella encontró revisando unas fotos viejas, la de un hombre joven, grandote
como su padre, tan distinto a sus tíos que son más bien larguiruchos y me indago, hasta que no tuve
alternativa.
Le conté de mí, o debo decir nuestra, infancia, juventud, de tus animales, de tus árboles, de esa finca
que vos crees es un territorio independiente y soberano, de mi exilio, de los marinos revisando las
casas de los pueblos, de nuestros amigos que nunca volvieron. ¿Cuantos amigos te quedan?.
¿Porque nunca te escribe para decirte que tuvimos un hijo, que cuando huí estaba embarazada?
Como contarte que justamente por estar embarazada no quería vivir con miedo, en una tierra donde
tus defensores son tus carceleros y verdugos, que tienes guardianes, un lugar donde la muerte
parece ser anónima, el olvido tu única certeza y vos parecías no darte cuenta.
Si aún me amas Mi querido Oso, no dejes que Ornella se quede.
Tu flor de chocolate.
María.
Ramón miró nuevamente la foto donde estaba él levantando un tronco y lo ayudaba una joven
rubia, de anchas caderas y largo cabello dorado, ambos estaban como el recordaba. La guardó en un
bolsillo de la chaqueta, hizo un bollo la carta, se acercó a un tacho y la tiró.Ella lo vio irse y le dijo para detenerlo, mientras intentaba tomar su brazo:
_Abuelo…
El la miro con gesto enojado;
_Jovencita yo no tuve hijos, por lo tanto menos nietos._ apartó su brazo sin violencia y volvió a
irse. Ella lo siguió unos pasos más atrás.
Al pasar junto a mí Osteaga me miro de reojo y me dijo Buenas Tardes, luego ella se acercó .
estirando su mano para que la estrechara:
_Buenas Tardes, soy Ornella Osteaga.
Ramón Osteaga nos miró con esa mirada de hielo que me paralizaba, pero luego giró y continuo
yendo hacia su rastrojero, ella lo imito. Ambos se subieron al vehículo y se marcharon.
Caminé hasta el tacho y saque la carta, la abrí y cuando iba a leerla “Querido Oso: Ama…” las
manos finas de Maria Rosa me la arrebataron y la arrojó a la rejilla fluvial.
Giró, me abrazó y beso. Yo la apreté fuerte contra mí.
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